CONFESIÓN SOBRE MOZART\
Ultima de las reflexiones teologicas sobre Mozart.
Hans Urs von Balthasar3
“Mientras en la frente de toda la música de Beethoven siempre intuimos las gotas de sudor
que ha costado a su creador, y en la de Bach al menos el trabajo que ha de haber tras tanta
tectónica, tras tantos muros ciclópeos, la impresionante obra de Mozart parece haber
surgido sin ningún esfuerzo, haber sido traída al mundo completa, acabada, como un niño,
y haber crecido sin ninguna dificultad hasta su madurez. ¿Una fantasmagoría proveniente
del tiempo paradisíaco primordial, antes de que el hombre cayera bajo la maldición de
“comer pan con el sudor de su frente, labrar el campo con fatiga y dar a luz con dolor”? ¿Y
qué tiene que ver entonces este ser excepcional con el cristianismo, donde la maldición del
sufrimiento se disuelve por el más profundo sufrimiento sanante de Dios? Pero nosotros,
vistos tanto cristiana como mundanamente, ¿no nos hallamos acaso en camino entre el
“Paraíso” y el “Cielo”, no surgimos de Dios y vamos hacia Dios, atravesando todas las
aguas, todo el fuego, todo el tiempo, todo dolor y toda muerte? ¿Y por qué no hemos de
dejarnos guiar, con “La Flauta Mágica”, por un inusitado presentimiento de amor, luz y
gloria, de eterna verdad y armonía a través de todas las disonancias de la existencia? ¿Hay
una manera mejor, o simplemente otra manera de anunciar la dignidad de nuestra filiación
divina, que esta permanente actualización de nuestra procedencia y de aquello hacia lo que
aspiramos?
Todos aquellos que valieron como ejemplo para la humanidad han intentado hacer esto, y
en primer lugar Aquel que se sabía Hijo del Padre y que en todo momento tuvo ante sus
ojos su rostro y cumplió su voluntad. Mozart quiere ser su discípulo creando y viviendo, y
hace que el canto triunfal de la Creación aún no caída y de la Creación ya resucitada se
haga audible, en el cual (como lo creen los cristianos acerca del Cielo) sufrimiento y culpa
no se hacen presentes como lejano recuerdo, como “pasado”, sino como presente superado,
perdonado, transfigurado. Por ello, nadie puede no advertir en Mozart –dicho esto a pesar
de Kierkegaard– el fluido de un Eros dulce, infinitamente joven, que corre a través de todo,
como un perfume intenso, enloquecedor: en Cherubino; luego, ya maduro, en el elástico
paso del héroe Don Giovanni y, finalmente, en el sonido de corazones destrozados de Così
fan tutte y en las largas frías sombras de La Flauta Mágica. ¿Y todo ello no se halla acaso
también como en un esbozo en el grandioso Regina coeli (KV 276), en ambas Vísperas, en
las Misas, en las que Mozart no consideró necesario disimular su voz y dar un estilo y tono
espirituales propios, pues ¿qué ha de ser transfigurado sino la Creación, qué ha de ser
redimido y orado sino la Naturaleza, la creatura de Dios? Esto no es “barroco”, sino
simplemente cristiano.
¿Pero dónde queda entonces la confesión del pecado? Se ha de decir por cierto que, esta
vez, en la confesión de la gracia. ¿Y dónde queda el temor ante el Juicio? Esta vez, oculto
en la esperanza y la confianza en la redención. Todo termina en el estremecimiento del
Requiem: misterioso fragmento, en el que se quiebra la voz que tanto ha cantado de alegría.
Pero cuanto más pasa el tiempo, tanto más esta voz se eleva por encima de otras voces, que
parecían iguales, pero que ahora quedan atrás, empalidecen, envejecen, y quizá se hunden
como inauténticas. Sobre Mozart no ha caído aún el polvo
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